respondí sonriendo. “Mañana traen uno nuevo”. “No”, susurró, con el pánico reflejado en su rostro. “Tenemos que recuperarlo”. En el vertedero, el hedor era insoportable. Bryce le suplicó al supervisor, quien a regañadientes nos condujo al vertedero. Sus ojos lo recorrieron frenéticamente hasta que lo localizó. Tiró de la tapicería rota, clavándose en el armazón del sofá. De una lágrima oculta, sacó un trozo de papel arrugado y amarillento: un mapa infantil, garabateado con monigotes y etiquetado como “El plan secreto de Leo y Bryce”. “Mi hermano”, dijo Bryce con voz entrecortada. “Leo murió a los ocho años”. Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras explicaba cómo habían creado el mapa, registrando sus aventuras. Tras la muerte de Leo, Bryce lo había escondido, incapaz de afrontar el recuerdo. El sofá no era solo un mueble; guardaba el último rastro de su hermano. En casa, dejamos el sofá destrozado en el garaje. Pero el mapa permaneció dentro, un frágil vestigio del pasado. Mientras Bryce contaba historias de Leo, el peso de su dolor se aliviaba poco a poco. Habíamos perdido el sofá, pero encontramos algo mucho más valioso: la sanación.