No abandonaría el féretro hasta que pudiera oler la verdad.

Dijeron que el perro no había comido desde que sucedió. Cuatro días deambulando, gimiendo, rechazando cada mano que intentaba alejarlo de la puerta principal. Hasta esta mañana, cuando lo dejaron subir al coche patrulla por última vez. En la ceremonia, las insignias pulidas y las banderas dobladas contrastaban con el pastor alemán, Valor, que ponía sus patas sobre el ataúd, con el hocico pegado a la madera. Sin ladridos, sin gruñidos. Solo… olfateando. Como si intentara encontrarle sentido a algo que no lo tenía. Entonces lo vi. Un trozo de tela metido detrás de la base del ataúd. No era de la policía. Más oscuro, más áspero. Y olía acre, como a metal quemado. ¿El caso que envió al oficial Silas a la muerte? No había constancia de la llamada. No había identificación en la última voz que transmitió desde su radio. Algo no andaba bien. Como periodista, empecé a indagar. La “llamada fantasma” no tenía origen, solo coordenadas que conducían a un almacén abandonado. Sin pruebas, sin testigos. Pero Valor no lo soltaba, paseando por la comisaría, con la mirada fija en el escritorio vacío de su supervisor. Rastrear el origen de la tela me llevó a una empresa de seguridad privada. Y cuando seguí a Valor al almacén, olfateó una habitación oculta: documentos quemados, un transmisor y un ordenador cerrado. Lo que contenía lo cambió todo. Silas había descubierto una operación de contrabando que involucraba a funcionarios corruptos y a la empresa de seguridad. La llamada era una trampa, su voz en la radio, falsa. Creyeron haber borrado la verdad. Pero subestimaron el olfato de un perro. Valor rastreó un ligero olor: el pulimento de las porras personalizadas que usaba el líder de la empresa. Nos condujo a un compartimento oculto en su oficina. Dentro: los registros de radio originales, la llamada perdida y la grabación final de Silas. Sabía que venían. El caso se reabrió. Los corruptos fueron abatidos. Y Valor, implacable en su lealtad, se convirtió en un héroe. La verdad siempre sale a la superficie. A veces, hace falta un perro para descubrirla.