El hecho de que mi marido volviera pronto del trabajo -siempre cuando nuestra niñera aún estaba allí- hizo saltar las alarmas. Pero fue nuestro hijo no verbal de seis años, Oliver, quien vio la verdad. Su advertencia, “¡Papá miente!” escrita en la palma de su mano, me llevó a descubrir un secreto que destrozaría nuestro mundo.
Oliver siempre había sido más observador que la mayoría de los niños de su edad. Quizá fuera porque no podía hablar y su rara afección le obligaba a encontrar otras formas de comunicarse. Fuera cual fuera el motivo, veía cosas que el resto de nosotros pasábamos por alto, como que su padre había estado actuando de forma extraña últimamente. Había notado los cambios gradualmente, como si viera sombras alargarse por el suelo de nuestro salón. Primero fueron las llamadas telefónicas que hacía fuera, paseándose por el jardín con una mano pegada a la oreja. Luego vinieron las citas misteriosas que nunca coincidían con su horario habitual. Pero lo que realmente hizo saltar las alarmas fue que James empezara a llegar temprano del trabajo. Debería haber sido algo bueno. Más tiempo en familia, ¿no? Pero había algo que no encajaba, sobre todo porque siempre llegaba cuando Tessa, nuestra niñera, todavía estaba allí. Cuando yo llamaba para ver cómo estaban, conversaban en profundidad, y sus voces se reducían a susurros cuando Oliver estaba cerca. “Sólo se está implicando más”, me aseguró mi amiga Sarah mientras tomábamos un café una mañana. “¿No es eso lo que siempre has querido?”. Removí mi café con leche, observando cómo la espuma se arremolinaba en patrones abstractos. “Se siente diferente. Como si… ocultara algo”. “¿Qué te hace pensar eso?”. “Está distraído. Distante. El otro día lo encontré sentado en la habitación de Oliver a medianoche, simplemente mirándolo dormir. Cuando le pregunté qué le pasaba, dijo ‘nada’ tan rápido que tenía que ser algo”.