Durante tres meses, la madre de Mia insistió en que no la visitara debido a unas reformas en su casa. Pero algo no encajaba. Cuando Mia llega sin avisar, encuentra la puerta abierta, la casa inquietantemente inmaculada y un extraño olor en el aire. El jardín, antes impecable, estaba descuidado. Dentro, no había signos de obras, solo un orden inquietante y un olor a desinfectante. Su corazón se aceleró. “¿Mamá?”, llamó, pero solo escuchó un crujido en el piso de arriba. Subió las escaleras y encontró a su madre en la cama, irreconocible: pálida, delgada, con un pañuelo cubriéndole la cabeza. “No deberías estar aquí”, susurró su madre. Mia se arrodilló junto a ella, sintiendo su mano frágil. “Tengo cáncer”, confesó su madre. No quiso preocuparla, intentó enfrentarlo sola. La ira y el dolor de Mia se desbordaron. “Nunca podrías ser una carga para mí”, le aseguró entre lágrimas. Esa misma semana, Mia volvió a vivir con ella. Compartieron sus últimos días juntas, riendo, recordando y abrazándose. Cuando su madre partió, Mia la sostuvo, aferrándose al calor de su último abrazo. El amor, comprendió Mia, es estar ahí, sin importar qué tan difícil sea.