Cuando comencé mi nuevo trabajo, estaba emocionada de integrarme al equipo y seguir sus tradiciones. Cada viernes, salían a almorzar juntos, y no quería ser la que rompiera esa dinámica. Sin embargo, pronto me di cuenta de un problema: aunque mis compañeros ganaban mucho más que yo, todos insistían en dividir la cuenta de forma equitativa, sin tener en cuenta que mi sueldo era mucho más bajo. Mientras que yo pedía una ensalada sencilla y barata, otros pedían platos caros, como costillas o filetes, lo que hacía que terminara pagando más de lo que realmente comía. Al principio traté de no dar importancia a la situación, pero después de varias semanas, me di cuenta de que estaba gastando más de lo que podía permitirme. Mi madre me aconsejó ser firme y no permitir que esta situación me afectara. Decidí hablar con mis compañeros y sugerir que cada uno pagara lo que había consumido, pero se rieron de la idea. Fue entonces cuando decidí cambiar mi enfoque. Comencé a pedir más comida de la que realmente necesitaba y, al final de la comida, me la llevaba a casa. La siguiente vez que la cuenta llegó, mi parte fue mucho mayor, y eso los hizo darse cuenta de lo injusto que era dividirla de manera equitativa. Al final, después de un par de semanas, todos aceptaron hacer cuentas separadas. Ahora, por fin puedo disfrutar de la comida sin que mi presupuesto se vea afectado, y me siento más tranquila.